Mi querido Quico Zaragoza (AF) me manda el siguiente recorte de la hemeroteca de ABC. Aquellos que desconocieran esta historia la disfrutarán sobremanera.
"Hoy toca vieja batallita. Con ésta, además, saldo una deuda. O lo intento. Iba en tren
cuando un joven me abordó con mucha educación. Traía en la mano un objeto largo y
estrecho en una funda de paño. Soy teniente de Infantería de Marina, dijo, y voy a
incorporarme a un destino. También soy lector suyo desde que empecé a leer. Por eso,
como éste es mi sable de oficial, quiero que lo tenga usted. Pasado mi estupor, y tras la
natural resistencia a permitir que se desprendiera del sable, insistió y no hubo otra.
Bajé del tren con su regalo bajo el brazo, que ahora está en mi casa, en compañía de
dos docenas de sables y espadas vinculados a la historia de España de los cuatro
últimos siglos. Agradecido, envié al joven un libro también un par de veces centenario,
y con el acuse de recibo llegó una petición: que dedicase un artículo al granadero
Martín Álvarez, infante de Marina español en el combate naval de San Vicente. Y aquí
me tienen. Cumpliendo con el sable.
El 14 de febrero de 1797, una escuadra española mandada por un cobarde
incompetente, el almirante Córdoba, fue derrotada por otra inglesa cerca del cabo San
Vicente. A los ingleses los mandaba el almirante Jervis, que tenía menos barcos pero
tripulaciones mejor adiestradas y con más ganas de pelea. Además, la escuadra
española estaba mal dispuesta, mientras que los británicos conservaban la línea. De
manera que nos dieron las suyas y las del pulpo. Sólo siete navíos españoles entraron
en combate, y perdimos cuatro. Dos de ellos, el San José y el San Nicolás, tomados al
abordaje por el Captain, con el comodoro Nelson dirigiendo el ataque. El resto de
barcos españoles se dio a la fuga sin socorrer a los compañeros apresados; y si no
perdimos también al Santísima Trinidad, que con Córdoba a bordo arrió bandera, fue
porque el brigadier Cayetano Valdés, un duro e inteligente marino que ocho años más
tarde se batiría con mucha decencia en Trafalgar, fue al rescate con su navío Pelayo, y
dijo al Trinidad que o izaba la bandera de nuevo y seguía combatiendo, o lo
cañoneaba.
Cayetano Valdés no fue el único español decente ese día. Y como no son
precisamente los ingleses quienes mejor hablan en sus memorias de los sucios
spaniards –que pasan las batallas tocando la guitarra y oliendo a ajo–, tiene aún más
valor que los datos que siguen provengan de la relación de un marino llamado sir John
Butler. Durante el abordaje británico del San Nicolás, el comandante don Tomás
Geraldino sitúa en la toldilla, donde ondea la bandera, a un infante de marina con orden
de que nadie la arríe y rinda el navío. La misión ha recaído sobre un granadero
extremeño de 31 años que se llama Martín Álvarez Galán. Y a esas alturas del
combate, con el navío inundado de ingleses, el comandante muerto y los oficiales
rindiéndose, el granadero sigue en su puesto, sable en mano, defendiendo las drizas
de la enseña porque nadie le ha dicho que se quite de ahí. Así que cuando el trozo de
abordaje inglés llega a la toldilla, y el sargento mayor de marines William Morris
pretende arriar la bandera, Martín Álvarez, que anda flojo de idiomas para explicarse
hablando –ni siquiera sabe leer ni escribir–, le pega un sablazo al tal Morris que lo
clava en un mamparo, con tal fuerza que no logra liberar el sable; así que agarra un
fusil como maza, mata a golpes a un segundo oficial inglés y deja heridos a otros dos
rubios antes de que lo frían a tiros. Y es ahí donde el comodoro Nelson, que ha
presenciado la escena –siempre odió a los franceses, pero respetó a los españoles
cuando eran caballerosos o valientes–, se porta como un hidalgo: cuando están
recogiendo a los muertos para arrojarlos al mar con una bala de cañón como lastre,
ordena que a Martín Álvarez lo envuelvan en la bandera que con tanto valor defendió.
Y surge la sorpresa: el granadero no está muerto, sino malherido. Y lo evacuan a un
hospital portugués, donde salva la vida.
Martín Álvarez volvió al mar y murió cuatro años después, tras un accidente que
degeneró en tuberculosis. Se ahorró, quizás, repetir su hazaña en Trafalgar. Pero tuvo
la satisfacción de ser ascendido a cabo y premiado con una pensión vitalicia de cuatro
escudos mensuales. Lo que nunca supo es que, por decreto real, siempre habría un
buque en la Armada española que llevaría su nombre, ni que en Gibraltar quedaría un
cañón con la placa: «Hurra por el Captain, hurra por el San Nicolás, hurra por Martín
Álvarez». Tampoco supo que en el Museo Naval de Londres se conservaría hasta hoy,
con veneración y respeto, el sable con el que, bajo la bandera del navío vencido pero
no rendido, un humilde infante de marina español clavó en un mamparo al sargento
mayor William Morris.
Arturo Pérez-Reverte"
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